Aunque no es habitual en las leyendas toledanas, algunas historias de amor tienen un final feliz.
Pero.... no nos descuidemos. El relato que presentamos ahora es la prueba evidente de que no hay rosas sin espinas y que, en ocasiones, el amor y el sufrimiento van de la mano.
Desde el día en que le vio por primera vez supo que no podría entregarse más que a él.
Le vio pasar a caballo delante de sus hombres en el desfile en el que Toledo homenajeaba a los héroes que volvían victoriosos de la guerra. Quizás fueron sus diecisiete años lo que hicieron que la osadía se sobrepusiera a la decencia que se le supone a una dama y arrojara, al paso por su balcón de Don García de Ocaña, una rosa que el recogió devolviéndole una sonrisa que no olvidaría jamás
Doña Sol y Don García se comprometieron pocas semanas después entre la alegría de sus familias y el regocijo del pueblo por ver enamorados a uno de sus más valientes soldados con una de las bellezas de la ciudad.
Pero ese mismo día, cuando aún resonaba la música de la fiesta de compromiso, Don García recibió la orden de partir a las Indias para proseguir la campaña y la conquista ante la amarga mirada de su futura esposa.
Intercambiaron abrazos, un beso que supo a poco y promesas: el juró que la amaría allá donde estuviese y que regresaría pronto, y ella que rezaría a diario para que la Virgen le protegiera.
De las andanzas de García y de sus esfuerzos por cumplir sus promesas poco sabemos, pero Doña Sol no dejaba de rezar en la capilla de su palacio todos los días.
Pensó la dama que sus oraciones no eran suficientes, cuando pasados varios meses, no recibía ninguna noticia de su amado.
Determinó que el esfuerzo que realizaba reclinada ante la Virgen en su dormitorio, rodeada de comodidades era escaso para el favor que le pedía al cielo.
Devota como pocas, decidió que desde aquel día iría cada noche hasta la imagen de la Dolorosa que adornaba una de las calles de Toledo.
Cuando nadie quedaba en las calles, cuando toda la ciudad dormía, Doña Sol salía discreta de su casa y caminaba hasta la imagen de la Virgen, donde rezaba hasta el amanecer.
Todas las noches se hacía acompañar de un criado que la protegía, y de Mencía, su anciana y cascarrabias ama de llaves que, a regañadientes, iba tras ella lanzando juramentos por lo bajo por la intempestiva hora elegida para el rezo.
A pesar de los esfuerzos de la dama el sueño la vencía poco antes del alba y, como seguía sin tener noticias de su amado, decidió esforzarse más aún. Ordenó a su ama que clavase un alfiler en su muslo cuando se quedara dormida durante la oración, quizá así la Dolorosa valorase su esfuerzo e hiciera regresar a García.
Mencía cumplió las órdenes de su señora con disciplina, alegría y con una eficacia digna del más certero de los arqueros del rey.
En cuanto a Doña Sol ladeaba un poco la cabeza por el cansancio, la vieja atravesaba la fina piel de su señora con desmedida devoción, y ante su asombro, la dama se volvía dándole las gracias y continuando su piadosa charla con la Virgen. Al finalizar el rezo, depositaba los alfileres que había sufrido esa noche a los pies de la imagen como ofrenda para conseguir el regreso prometido.
Después de varios meses y cientos de certeros pinchazos García regresó. La dolorida joven y el héroe se casaron a las pocas semanas y sabemos que fueron muy felices.
Conocida la historia en Toledo, las jóvenes empezaron una devota tradición con la imagen de la Dolorosa. Y desde entonces hasta hoy, algunas jóvenes toledanas ofrecen un alfiler a la Virgen después de haberse pinchado con el, con la esperanza de que pronto algún joven las haga tan felices como García a Doña Sol.
FUENTE: La vuelta a Toledo en 80 leyendas. Javier Mateo y Álvarez de Toledo, Luis Rodríguez Bausá